DOS PIES DE AIRE

Dos pies de aire

Mi nombre actual, desde el ya lejano día primero de febrero de 1670, es Marie Ségolène de Passy.

Siempre había querido llevar un nombre así. Se lo copié a una señora de respeto a quien mi madre sirvió siendo yo muy niña. En toda mi vida no he tenido nada de mayor valor.

Aunque nadie lo dice en voz alta, todos piensan en Basse Terre que es un nombre pretencioso y rimbombante para una prostituta reconvertida en granjera. Ya es tarde para cambiarlo.

Fue el primero que me vino a la mente cuando, a los pocos minutos de desembarcar en la Isla de la Tortuga, aún con el estómago vuelto del revés, tuve que dar mi filiación al secretario de la Prefectura: un empleado más de la Compañía Francesa de las Indias Occidentales, que es como decir de Monsieur D’Ogeron.

Mi vida y mi nombre anteriores ya no importan, aunque tengo que decir que fui una de las rameras más buscadas y con mejor reputación del Faubourg Saint-Honorè.

¡Ah, París! ¡Cómo añoro sus calles hediondas! Pude haber acabado regentando un burdel de putas finas, o haberme casado con alguno de aquellos petimetres de mente corrupta prestos a pagar un Luis de oro por chuparme un pie, por darme unos azotes en las nalgas o por verme orinar.

Ahora es tarde. Pasé de cultivar gonorreas y de criar ladillas en la mayor cloaca del mundo, a recoger tabaco y a engordar a un puerco bajo el calor aplastante de un verano perpetuo, en este páramo maldito perdido de la civilización; tan, tan lejos.

Nos cazaron como a ratas. Dijeron que fue idea del mismo Rey Sol, que mala muerte tenga. Lo cierto es que Bertrand D’Ogeron y la Compañía necesitaban hembras jóvenes para emparejarlas con los colonos, y debió de tocar algún resorte en la corte para que el rey diese su autorización.

En una sola noche nos juntaron a setenta y dos mujeres de la calle en los negros calabozos de la Conciergerie, en la isla de la Cité. Algunas de ellas eran apenas unas niñas que se apretujaban en la oscuridad para darse calor y conjurar el miedo mientras, fuera, caía una lluvia como cuchillos. Desde allí nos condujeron, en varios carromatos con barrotes, hasta el puerto de Le Havre.

En cada posta y en cada fonda, los carreteros pagaban su rancho y sus borracheras con la cesión temporal de alguna de las mujeres. Luego nos metieron en un bajel desde donde, por primera vez en nuestras vidas, vimos el mar. El mismo mar que se convertiría en nuestra cárcel perpetua.

La travesía empezó mal; navegamos con mar gruesa pasando por Guernsey y atravesando el golfo de Vizcaya hasta llegar a las baterías de la Coruña, frente a las ruinas de la Torre de Hércules, que el capitán se cuidó de dejar a una distancia prudencial de nuestro costado de babor.

Ustedes se preguntarán cómo una puta de tierra adentro conoce tantas palabras del oficio de marear. No se imaginan lo que se aprende en dos meses de navegación y casi dos décadas viviendo entre exbucaneros.

Dejamos Lisboa por babor y por estribor las islas de la Madeira para enfilar las Afortunadas. Al llegar a la altura de La Palma, dimos al encuentro con los vientos favorables que llaman alisios y que nos empujaron con suavidad y constancia al otro lado del Atlántico.

Desde aquel momento, el capitán autorizó a abrir las barricas de aguardiente y de los petates salieron violines y rabeles. Reconozco que nunca nos faltó bizcocho, un trozo de tasajo salado, un poco de tocino rancio o una escudilla de sancocho. Solo teníamos que estar dispuestas a pagar, con lo que mejor sabíamos hacer, a aquella tripulación de truhanes desdentados; aquellos niños grandes que nunca habían transportado un flete tan jugoso.

El capitán disfrutó, durante toda la travesía, de una mujer distinta cada noche —los domingos de dos—, a las que hacía asearse a fondo y para las que preparaba bonitos vestidos para compartir la cena en su camarote. Cuando me tocó mi turno, le hice un trabajo tan fino que me permitió pasar la noche en el suelo, junto a su catre. Me despidió de madrugada obsequiándome con un huevo, aún caliente, de la gallina que engordaba en su camarote.

A cambio de esos favores, nunca permitió que aquella caterva de bribones abusasen de nosotras más de lo correcto teniendo en cuenta nuestro origen.

Aparte del puterío, el barco llevaba cargamento de cajones de clavazón, planchuelas de fierro, rejas para arados y algunos baúles llenos de la más variada pacotilla: desde liendreras de despiojar hasta dados de jugar y avíos de costura.

Las ratas eran tan desvergonzadas que salían sin ningún pudor a la hora del rancho a disputarnos la comida y los piojos eran tan gordos que a veces se veía uno que se mareaba y que vomitaba pedazos de carne de grumete sobre la cubierta.

 Algunos marineros viejos, veteranos de la ruta de las Indias Orientales, aseguraban que se conoce cuándo un navío cruza la línea equinoccial porque de repente mueren todos los piojos hasta no quedar ni uno. En aquella travesía con derrota hacia las Grandes Antillas, muy al norte del ecuador, tendríamos que convivir con ellos hasta el final.

El viaje transcurrió sin sobresaltos hasta la madrugada de Reyes. Llevábamos tres días sin movernos, envueltos en un manto de niebla que era como muerte líquida. Un grito del vigía, que sonó como desde algodones, hizo que la marinería y la carga saliésemos a cubierta. A media yarda de nuestro través aparecieron de entre la niebla los restos de un galeón español con las velas arriadas, una ostensible escora de más de treinta grados a la banda de estribor y con el palo de trinquete hecho astillas sobre la cubierta. Trozos de cabo deshilachados colgaban de los maderos, desde el bauprés hasta la botavara de la vela cangreja; se diría que una enorme telaraña, destrozada por la fuerza del vendaval, reposaba sobre una batería de ocho cañones por banda, de cuarenta y dos libras cada uno.

Ningún alma respondió a los gritos del contramaestre. Aquel cascarón abandonado se resistía a hundirse. Hicimos la maniobra de abarloarnos favorecidos por la calma chicha y se hicieron firmes unas trincas entre los dos navíos. El silencio era rotundo.

Algunos marineros abordaron aquel barco fantasma pertrechados de machetes y de alfanjes. No encontraron un solo alma, pero las bodegas estaban repletas de pequeños barriles llenos de azogue que fueron trasladados a nuestro bajel. Aquellos barriletes, de un pie de altura, debían de contener medio boisseau cada uno —una verdadera fortuna en azogue— pero hacían falta tres marineros para levantarlos apenas de cubierta.

Cuando el capitán leyó las últimas páginas del cuaderno de bitácora del español, palideció; ordenó pegar fuego a lo que quedaba de aquel viejo barco e hizo picar las trincas. De inmediato mandó desnudarse a los infelices marineros que lo habían abordado y, tras agarrar sus ropas con una pica y arrojarlas al mar, los hizo baldear con abundante agua de mar y los puso en cuarentena tras el último mamparo de la bodega más profunda: en el plan donde se recogían las aguas más fétidas de las sentinas.

Poco a poco, mientras la niebla se disipaba, nos fuimos alejando de aquel barco maldito devorado por las llamas y, cuando no era más que una fina columna de humo en el horizonte, acabó por extinguirse como el pábilo de una vela, al ser tragado por el océano.

El cuaderno de bitácora y el manifiesto de carga revelaron que el galeón había sido fletado por la corona de Castilla. El azogue fue cargado en Cádiz y estaba destinado a las minas de plata españolas en el Potosí. La peste había diezmado a la tripulación y ya se cobró su primera vida a la altura de las Azores: la de un maestre de jarcia de Sanlúcar de Barrameda. El barbero y el capellán de a bordo no daban abasto. Los sobrevivientes habían ido dando cristiana sepultura a los muertos: el entierro húmedo y frío de los hombres de mar. Al final, un capitán febril y delirante que había navegado solo durante veinte días, acabó por sucumbir dejando constancia escrita de la infame travesía. El marinero que entró en su camarote cuenta que lo encontró muerto sobre la mesa, con la pluma en una mano, un crucifijo en la otra, y con media docena de ratas royéndole la poca carne que le quedaba en los dedos de los pies. Aquella noche las guitarras permanecieron mudas y al capitán durmió solo.

Cuando llegamos a la Tortuga y tras declarar la carga, Monsieur D’Ogeron mandó poner grillos a la tripulación y les quiso cortar las orejas y colgar del pescuezo por piratería. No le importó comprobar que los barriles tuviesen grabados el escudo del reino de Castilla ni el testimonio de la tripulación. El diario de a bordo y el manifiesto de carga, que pudieron haber probado la veracidad de lo relatado, habían sido arrojados por la borda por si transportaban entre sus pliegos los miasmas de la peste.

Solo salvaron sus cuellos cuando las setenta y dos mujeres gritamos al unísono que aquellos pobres diablos decían toda la verdad. Los marinos fueron puestos en libertad y cobraron su estipendio por entregar a las putas y al resto de la carga en buen estado. En la primera marea propicia, se hicieron firmes varias sirgas a ambos costados y otras a la proa del navío, con las que jalaron bestias y rufianes hasta que quedó varado en la playa como una ballena muerta. Se rascó el escaramujo y otros nácares y se repasó el calafate. A los pocos días zarparon tras hacer agua, provisiones y cargar tabaco.

El azogue, empero, quedó requisado como prueba en los almacenes de Monsieur D’Ogeron.

Mis compañeras de fatigas y yo recibimos permiso para asearnos y acicalarnos y fuimos expuestas durante un día entero en un círculo hecho entre las ceibas, los mangles y los maméis, donde más adelante se construiría la plaza del mercado. El mismo mercado que no puedo ver debido a la altura de los barrotes de este calabozo, pero que intuyo por el olor del pescado y de las especias, y por los gritos que me llegan con claridad y que tan familiares me son.

Todos los hombres del poblado, aquella turba de colonos tatuados con fuego y de dientes negros, dieron vueltas a nuestro alrededor con ansia en la mirada, como si nunca hubiesen visto una mujer blanca. Más de un cuchillo brilló bien entrada la noche, cuando alguno manifestaba en voz alta su intención de pujar por el mismo lote al que otro ya hubiese echado el ojo.

Había franceses exconvictos carne de patíbulo, holandeses proscritos, españoles desertores con sus peludos lomos curtidos por el salitre y rubricados por el gato de siete colas, taínos rebeldes, mandingas cimarrones huidos de las plantaciones y algún bribón portugués de la peor estofa.

Aquellas sabandijas solo tenían en común la mugre, sus pasados inconfesables y esta jerga que llaman papiamento con la que no paraban de discutir y que a mi pesar he acabado por aprender. Cuando aquellos perdedores recalaron en la isla de la Tortuga, cansados de algaradas gamberras, se acogieron a la amnistía de Monsieur D’Ogeron. A cambio de la promesa de no volver a las andadas bajo pena de horca, recibieron un pedazo de tierra y el compromiso de que se les comprarían sus cosechas de tabaco a un precio justo.

A las diez de la mañana siguiente comenzó la subasta pública. Fuimos vendidas como si fuésemos negras. Todas habíamos sido elegidas en secreto por alguno de aquellos exbucaneros —los únicos que manejaban dinero—. Entre ellos se pusieron de acuerdo con anterioridad para que las pujas no se disparasen. A mí me tocó irme con uno de los más sucios y retorcidos. Un marsellés malcarado que pagó en moneda española cincuenta reales de a ocho por convertirme en su mujer. Lo único que hacía bien era escupir; escupir y maldecir. Vestía calzón, cinturón ancho de cuero vivo y una única camisa amplia de paño ordinario, tan impregnada de grasa y sangre de cerdo que se diría de lona encerada. Los demás hombres de la isla no eran de mejor ralea.

Cuando llegamos a la choza donde vivía, me hizo desnudar y se sentó a contemplar su adquisición. Me dijo que no quería saber de mi pasado, que nunca me preguntaría nada, pero que si le desobedecía o si le era infiel en alguna ocasión, me abriría el pecho con un machete y se comería mi corazón mientras aún latiese, como había visto hacer al Olonés, su antiguo jefe de rapiña. Luego me poseyó con rabia.

Tuvimos que educar a aquellos patanes. Eran unos montaraces asilvestrados que se alimentaban de trozos de puercos cimarrones requemados y ahumados en unas barbacoas que ellos llamaban bucana. Introdujimos en sus dietas los guisos de la Normandía y de la Bretaña. Había que reconstruirlos con las hortalizas de las Antillas, que al principio escupían al suelo como si estuviesen infectadas. Los iniciamos en la costumbre de comer sentados a una mesa.

Las mujeres de Basse Terre, con objeto de tener cierto control sobre nuestros hombres, construimos un trapiche y comenzamos a extraer el guarapo de la caña. Desde entonces lo ponemos a fermentar y lo destilamos en un viejo alambique cedido hace tiempo por Monsieur D’Ogeron a cambio de alguna caricia furtiva de vez en cuando.

A pesar de tener más letras que nadie en toda la colonia, Monsieur D’Ogeron nunca despreciaba ni le hacía ascos a la oportunidad de catar carne de hembra de primera o aun de segunda calidad si la cosa se le ponía a tiro y era de balde. Dos circunstancias que, tratándose de persona tan principal, no era raro que coincidiesen.

Desde la primera noche, mi nuevo marido se despertaba entre gritos de espanto en los que siempre mencionaba al Olonés. Como todos los hombres de la isla, tenía un pasado canallesco de pillaje y abusos. Había pirateado tanto en mar como tierra adentro: Maracaibo, Valparaíso, Port Royal, Campeche, Cartagena, Puerto Cabello y San Pedro. Habían amasado fortunas enormes que repartían de forma justa y equitativa según el código de la «Confederación de los hermanos de la costa», y con la misma rapidez la habían dilapidado una y otra vez en jaranas y en borracheras. La parte de los muertos se utilizaba para pagar las indemnizaciones a aquellos a los que una bala de cañón arrancaba un brazo o perdían un ojo por el plomo de un mosquete.

El Olonés era el líder. Su menosprecio por la vida no tenía parangón: fue visto hacer sacar de la bodega, uno a uno, a los noventa prisioneros —la tripulación completa de una fragata española— y degollarlos en cubierta. Mientras, la marinería arrojaba los cuerpos al mar y los grumetes alineaban las cabezas cortadas sobre las dos regalas. Los ojos de aquellos infelices se llenaban de terror cuando traspasaban el escotillón y veían las dos hileras de cabezas cortadas de sus compañeros, convertidos a su pesar en los macabros espectadores del suplicio. El Olonés pedía que le cambiasen el sable cada diez o doce cuellos cercenados, cuando el filo comenzaba a mellarse. La cubierta se enrojecía como si fuese la de un ballenero y por los imbornales caían cascadas de sangre densa y renegrida.

Gemas, plata labrada y oro en moneda, en joyas o en lingotes, pero también cacao, seda, lino, palo de Campeche, índigo, madera, pieles, tabaco; cualquier mercancía vendible justificaba la vida de unos pocos marinos que osaban defenderla. Contaba que al caer la noche y para distraer a la tripulación, solía arrancar con unas tenazas trozos de carne del pecho y de los muslos de sus prisioneros y que él mismo vertía plomo fundido para cauterizar las llagas sangrantes y así alargar más el suplicio.

Jean-David Nau el Olonés, natural de Les Sables-d’Olonne, murió solo a los cuarenta y un años cuando su tripulación, cansada de sus fanfarronadas y esperando un fabuloso botín que nunca llegaba, lo abandonó en una ciénaga plagada de mosquitos y de sanguijuelas. Fue capturado por los indios de la tribu Kuna, en el Darién panameño. Después de saetearlo, descuartizar su cuerpo y quemar sus despojos, redujeron su cabeza al tamaño de un puño. Desde entonces su alma podrida se consume en el peor rincón de los infiernos.

A pesar de la ingente cantidad de ron con la que se alimentaba mi marido, la cabeza reducida y embalsamada del Olonés se le aparecía cada noche en sus pesadillas. Temía que, después de muerto, viniese a reclamarle por haberle abandonado a su suerte en aquella ciénaga maldita, solo y atacado por las fiebres y los tábanos, rompiendo así el contrato de la «Hermandad de la costa» con el que estaban ligados entre sí.

Ahora soy una anciana de casi cuarenta años. Mis pechos están deshinchados, el salitre del aire ha surcado mi piel de arrugas y he ido perdiendo casi todos los dientes. Mi marido siempre dijo que una mujer sin dientes es más válida para dar placer a su hombre.

 Varias veces me preñó. Ya perdí la cuenta. La única vez que parí, él estaba borracho. Cuando vio la pequeña cabeza tumefacta y manchada de sangre y de placenta de aquel recién nacido, comenzó a gritar que el Olonés volvía a buscarlo para ajustar cuentas.

Nunca le pregunté qué hizo con el pequeño cuerpo. Las demás veces tomé infusiones de ruda y de raíz de algodón que me preparaban las indias viejas y así conseguía abortar. Jamás respetó las cuarentenas tras el parto o los abortos. Yo ocultaba aquellos días, junto a las patas del catre, una jarrita con algo de unto de cerdo. Cuando me buscaba, cogía un poco y le desviaba su verga con disimulo hacia lo de atrás. Estaba tan ebrio que nunca se daba cuenta de la argucia.

Desde hace más años de los que puedo recordar, cada noche, después de vaciar varias jarras de ron, le toca el turno de vaciarse a sí mismo. Me tiende en el catre y, mientras sujeta un machete con una mano, con la otra me levanta mi único refajo —un refajo que tiene tanta grasa, tanta sangre de animales y tanto esperma impregnados que se diría hecho de lona encerada—. Me penetra mientras me dice que si me resisto me abrirá el pecho en canal con el machete y se comerá mi corazón como tantas veces vio hacer al Olonés. Me dice que es su derecho, que pagó por mí cincuenta reales de a ocho, y que tuvo que degollar a media docena de marineros de menos de veinte años para ganarse aquel botín.

Luego duerme y yo miro su cuerpo hediondo y su pene rendido que se asoma bajo la camisa y pienso en la libertad. Miro las moscas que revolotean su entrepierna, recuerdo París, miro el machete y pienso en la libertad. Llevo años oyendo hablar de libertad a los bucaneros. ¿Qué sabrán ellos de libertad? Siempre fueron esclavos de su codicia y de su lujuria.

Yo conocí la libertad la otra noche, cuando de un solo tajo de machete le rebané su asqueroso sexo mientras dormía. ¡Qué diferente es el sexo de un hombre separado del cuerpo! Se parece más bien a los despojos de un pollo. ¡Y qué diferente es un hombre desprovisto de su orgullo!

También vi la libertad cuando cruzó la choza tras de mí, perdiendo la vida que intentaba sujetar con las dos manos y que le caía a chorros entre las piernas. Y cuando vio con ojos aterrados cómo le echaba aquel pingajo sanguinolento al puerco y con qué avidez lo comía. Y cuando, para acabar, se desplomó clavando su cara sobre el barro de la pocilga mientras la gota fría del trópico bañaba su espalda. Y cuando el cerdo, hambriento y excitado por aquella golosina de carne fresca, comenzó a roerle con ansia las orejas mientras que el barro se volvía rojo bajo las primeras luces de la madrugada.

Y aquí me encuentro ahora, más muerta que viva; detrás de los barrotes comidos por el salitre y con fierros que me desuellan la carne de los tobillos.

Ya mandé a mi comadre a por mi vestido negro. Le dije donde estaba escondido y le tuve que prometer que luego sería suyo. Fue el único regalo que él me hizo, su parte de un antiguo botín. Media noche anduve frotándolo con agua y con ceniza hasta que le salieron las manchas de sangre y de esperma. No pregunté. Nunca tuve ocasión de lucirlo en Basse Terre y me lo quise poner para enlutar mi muerte. Sé que no me lo traerá: le habrá entrado miedo del desperdicio de que tal vez me entierren con él.

Ya está hecho el nudo corredizo en la soga que me ha de colgar y lo cierto es que me importa bien poco.

Intuyo que la verdadera libertad la conoceré pronto y que esta vez será duradera: cuando suba al catafalco bajo las miradas de todos, cuando me rodeen el cuello con la soga y se abran de un golpe dos pies de aire bajo mis pies.

 

Este cuento ganó el XI Certamen de Cuentos y Relatos Breves «Junto al Fogaril» (Ainsa – Huesca) 2018