LA PARTE QUE ME FALTA
La parte que me falta
Algo se marchitó en él: quizás la fe en la perennidad de la infancia. MIGUEL DELIBES
De pequeño tuve una versión infantil e ilustrada de Veinte mil leguas de viaje submarino. La leía cada noche y, antes de aprender a leer, cada noche buceaba en sus ilustraciones en blanco y negro sin llegar a darme cuenta nunca de que eran en blanco y negro.
No sé qué habrá sido de aquel libro, pero tampoco sé qué habrá sido de aquel niño.
La Leona era un bajo traicionero; una roca oscura y hueca, de unos cinco o seis metros de alzada por diez de diámetro, que casi siempre estaba sumergida por completo a pocos metros de la orilla, frente a la playa de Torregorda. Al menos así era en mi recuerdo.
A veces, cuando la mar se retiraba, dejaba entrever la parte alta, cubierta de erizos y de escaramujos afilados como hojas de afeitar fragmentadas, y sobre la que las olas batían amenazantes y dejaban babas de espuma rabiosa que traían el olor yodado a salitre y a hidrocarburo desde las playas de Tánger y, por extensión, desde África entera. Esos días de mar agitada y marea baja, el reflujo de las olas de resaca se colaba por huecos a los pies de la piedra succionándolo todo, y era luego escupido con furia a través de la boca de la chimenea que la atravesaba por su centro, como si se tratase de un tracto digestivo fósil. El ruido que hacía era un rugir de gran felino. De ahí su nombre.
Los marineros decían que en las entrañas de La Leona vivía un monstruo: una enorme morena, vieja como la mar, gruesa como un caballo y con una boca de cocodrilo prehistórico llena de miles de dientes dispuestos en hileras y afilados como punzones, entre los que se pudrían jirones blancos de carne de peces y otros más rosados de carne de humanos.
Ese viejo pez era la maldad, y la piedra donde vivía era el ojo del mal. Temíamos que a veces asomara el hocico cárdeno y oro viejo por la chimenea central, y pensábamos que podía sentir las vibraciones de los bañistas, y que si pillaba a alguno cerca le podía arrancar de un mordisco un brazo o una pierna, o estrangularlo y triturarle el costillar para luego llevárselo con ella hacia las profundidades, hacia el estómago de piedra de La Leona, su madriguera, para ir devorándolo con tiempo, y que los restos de la víctima no aparecerían jamás.
Otras veces, según al caprichoso dictado de las corrientes del golfo, era el mismo bajo de La Leona el que conspiraba contra los bañistas y los succionaba a través de su boca filosa para entregar al monstruo su presa, ya medio digerida por mil laceraciones de balanos y de ostiones y de lapas quebradas y afiladas como trozos de vidrio de mar.
Todas las madres de la playa advertían a sus hijos de que no se acercasen a La Leona. Con marea alta, solo un leve cambio en la velocidad de la ola antes de romper, un quiebro en el ribete de espuma, daba pistas sobre la ubicación del bajo, pero a mí no me hacía falta; yo sabía bien dónde estaba. La corona de espinas vivas quedaba sumergida un par de metros, y yo entonces me ponía mis aletas y mis gafas —mis bienes más preciados— y buceaba sin pensar en el frío, sin atreverme a acercarme demasiado, pero intentando adivinar sus contornos a través de unas aguas de un color impreciso, entre el verde de fitoplancton líquido y el pardo de lodos infusionados.
A veces, con mis pulmones de diez o doce años, conseguía llegar hasta el lecho de arena sobre el que brotaba el bajo, y, agarrándome a las piedras del fondo para no ser succionado, me acercaba a la base, donde los centollos vigilaban mis movimientos aferrados a los techos de sus cuevas negras, y los camarones, con sus ojillos como diéresis, bailaban al compás mecidos por el vaivén de la rompiente, como si intentasen interpretar la partitura de una danza en compás binario. Siempre temí que el monstruo saliese a por mí; que sacase medio cuerpo cubierto de cicatrices tatuadas por los dientes cortantes de La Leona para arrastrarme a su nido, pero la fascinación era más poderosa, y cada día me acercaba más y más, hasta perder el miedo y convertirme casi en ofrenda; hasta que los latidos de mi corazón acelerado consumían el último resto de oxígeno de los pulmones y me hacía subir desesperado los seis o siete metros de aguas negras para volver al mundo real: salir del agua como quien sale de un mito; salir de un mito como quien entra en un sueño.
En invierno, pensaba en el bajo de La Leona y calculaba que el monstruo tendría hambre de carne humana, ya que los bañistas no comenzaban a aparecer por allí hasta el mes de junio, y era raro el que se adentraba en el agua pasado septiembre. Mientras tanto, pasaba las tardes de escuela dibujando los contornos recordados o reconstruidos de la piedra de La Leona, y dibujando al monstruo reptando en sus galerías, e intentaba comprender el juego de laberintos y de sifones que encerraba, e intentaba descifrar los jeroglíficos de las cicatrices arcaicas de su piel, saber qué clase de maldición encriptaban, e imaginaba que el fondo de la oquedad de La Leona era una olla donde se amontonaban cráneos triturados de peces y de humanos, y astillas de tibias, y rosarios de vértebras, y caparazones hueros de tortugas de carey.
A mediados de mayo o principios de junio, mucho más crecido que el verano precedente, era yo el primero que metía las aletas y la máscara en la mochila y pedaleaba hasta la playa de Torregorda. Quería ser también el primero en lanzarme al agua —con el diafragma en vilo por la temperatura del Atlántico— para ver si la veía asomarse hambrienta, confiada o furiosa.
Y planeaba mil formas posibles de darle caza con anzuelos, con trampas, con arpones, con redes, con señuelos, e incluso calculaba reventar con dinamita la piedra entera para que el cadáver del monstruo asesino saliese a flote y fuese devorado en la orilla por cangrejos moros y por gaviotas reidoras. Y buscaba, entre las ilustraciones de mi libro de Verne, alguna que me guiase hacia la mejor forma de dar muerte al maldito.
Aún no conocía la historia de Ismael y de Ahab, ni de Santiago y el pez, ni del kraken… Había tantas historias de mar que aún no conocía…
Y soñaba con verlo de frente y medirme con él. El hedor de su boca putrefacta, los miles de dientes como una madeja de alambre de espinos o una sierra sin fin, los ojos opacos de leviatán donde nunca se habría de reflejar mi propia muerte porque yo era inmortal.
Y yo pensaba que la piedra y el monstruo eran uno, lo mismo que son uno el caracol y la concha de la cañadilla, o la carcasa y la carne de la nécora.
Pensaba también que La Leona era lo único que habría de perdurar.
El balón de reglamento que nunca tuve, la película de la sobremesa de los sábados eran pasajeros, como pasajero era el catecismo que se repetía cada año: ¿eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios. ¿Cuántos son los enemigos del alma? Los enemigos del alma son tres: el mundo, el demonio y la carne.
El barniz color tabaco de los pupitres y de los bancos de la iglesia era también pasajero. El francés era también pasajero. Inútil y pasajero. ¿Para qué necesitaba el francés si Verne estaba traducido?
La ropa se me quedaba pequeña cada año y era heredada por mi hermano menor mientras yo heredaba la del mayor, y eso solo podía ser una prueba de que un día me iría de allí para siempre, como así fue, pero La Leona y su monstruo se quedarían, porque siempre habían existido, desde el principio del mundo, y las mareas seguirían sucediéndose, dos ciclos cada día, y La Leona seguiría rugiendo en las bajamares de resaca reclamando presas para su inquilino insaciable, aun de noche, aun en invierno, cuando no hubiese nadie para contar los rugidos y dar fe de ellos.
Hace ya más de cuarenta años que buceé por última vez en el bajo de La Leona. Desde entonces he vivido en diferentes casas, en diferentes países; he sido otras personas; consecutivas a veces, otras concéntricas; he tenido amantes con las que he hecho el amor en diferentes idiomas o en silencio; he tenido novias que he acabado por detestar y que luego he olvidado, y otras que me han olvidado a mí desde hace décadas aunque a veces me visiten sus fantasmas; he sido pobre y luego rico y luego pobre de nuevo; he ganado algunas manos y perdido otras muchas, la mayoría; he escrito libros que no ha leído nadie o casi nadie; he cogido muchos trenes, a veces sin billete, y he dejado pasar demasiadas estaciones sin bajarme; he tenido sueños que no se han cumplido y no me ha importado; he hecho cosas que me han avergonzado y he sentido vergüenza por haber dejado de hacer otras que hubiera debido, y durante todo ese tiempo, durante más de cuarenta años, no había vuelto a pensar en la piedra de La Leona ni en el monstruo que la habitaba y que tal vez la habita; que seguro que aún la habita, porque ese monstruo no estaba sometido al concepto de tiempo.
Hasta el día de hoy, cuando escribo esto.
Ahora, cuando pienso de nuevo en ella, me doy cuenta de que una parte de mí se quedó en el laberinto turbulento de aquel bajo; no fue una pierna ni un brazo; no me dejé allí la vida ni el aliento, pero una parte del niño que yo era sirvió de alimento al monstruo. Esa parte de mí, sin ser blanca ni rosada, se acabó pudriendo en jirones entre los dientes del monstruo. Una parte tal vez inmaterial, pero que reconozco en mi «yo recordado» sabiendo que ya no está; que en su lugar hay un hueco, una cicatriz de ausencias: la parte que me falta.
Y a veces siento la ilusión de esa parte que me falta, como los amputados de brazos sienten picores en los dedos que no tienen. Los médicos lo llaman «sensación de miembro fantasma» y yo sé bien lo que es.
Y en aquellos días tenía yo una edición infantil e ilustrada de Veinte mil leguas de viaje submarino que leía cada noche, y cada noche buceaba en sus ilustraciones en blanco y negro sin darme cuenta nunca de que eran en blanco y negro, porque en mi imaginación tenían todos los colores de los siete mares, e incluso los olores.
Y ahora tengo una primera edición en francés del mismo libro, que compré hace años en París, en la casa de subastas del Hôtel Drouot, pero que no he leído jamás. Me costó una fortuna y jamás la leí.
Y esa es la prueba, amigo mío, de que el monstruo existía, aunque yo nunca llegase a verlo.
Y de que yo —la parte que me falta— fui entonces su alimento.
Este cuento ganó el XLVII Concurso Internacional de Cuentos «Puente Zuazo» de la Academia de San Romualdo de San Fernando 2021