YO, QUE TANTOS HOMBRES HE SIDO

Yo, que tantos hombres he sido

El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.

Gabriel García Márquez

 

Estoy vivo. De momento, estoy vivo.

Creo.

Creo, no: seguro que estoy vivo; si esto fuese la muerte, sería una muerte muy cutre; cutre y ridícula.

Estoy tendido en la bañera de mi casa; la bañera sin agua. Desnudo. Me agarré a la cortina cuando perdí el equilibrio, cuando las rodillas me gastaron la broma, y arrastré la cortina conmigo con su barra y todo. Bien: ahora me sirve para taparme con ella; el tacto plástico y frío contra la piel es una prueba de que estoy vivo. Probablemente, los muertos sienten también el frío, pero el frío que han de sentir los difuntos ha de brotar del interior del cuerpo; nada tiene que ver con el escalofrío del plástico contra la piel ni con los poros erizados. Siempre he pensado que la muerte es un lugar elegante, donde dentro de su estética siniestra se guarda un cierto protocolo; que en el día a día de la muerte no caben detalles demasiado cotidianos; no sé: tirar la basura en contenedores separados, subirse los calcetines si el elástico está flojo, hacer cola en la caja del súper…

Por eso sé que estoy vivo.

Estoy aquí desde el viernes por la tarde. No me puedo mover; no sé si me he roto la espalda o si simplemente mis músculos han dejado de obedecerme. La cadera no ha sido; creo que notaría el dolor concentrado en esa zona, pero el dolor es uniforme: me recorre todo el cuerpo como hormigas de hielo horadando galerías bajo el pellejo; buscando lo duro de los huesos para cristalizarlos; para congelarles la pulpa.

Vivo solo; por el maldito orgullo. Soy el último que queda vivo de la gente de mi quinta, y ondeaba como una bandera la supervivencia y el mérito de vivir solo; como si me mereciera por ello una medalla o un aplauso; como si a alguien le importase. Sé que estoy aquí desde el viernes por la tarde porque la colombiana se marcha a las seis y no vuelve hasta el lunes a las ocho de la mañana. Culpa mía y del orgullo, por no permitir que la colombiana me vea desnudo; porque espero a que se marche para tomar mi ducha diaria; para que si alguna vez piensa en las ruinas de mi cuerpo, no se pueda servir de las imágenes de naufragio que le quedasen tras habérselo mostrado; demasiada realidad.

Ahora es algún momento entre el viernes a las seis de la tarde y el lunes a las ocho. Podría ser por la mañana o por la noche, qué sé yo. En el baño no hay ventana y no entra la luz del sol; tan solo un tubo fluorescente asperja sobre mi cabeza un zumbido discreto de insectos luminosos.

…que ni sé cuándo es de día

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor…

De eso me acuerdo, de la escuela; el Romance del prisionero; anónimo. ¿Por qué me acuerdo ahora de ese poema tan antiguo? Fíjate si hace años; más de ochenta, seguro. Todavía no sé lo que es aquello del «triste, cuitado»; nunca nos lo explicaron. Es curioso las cosas absurdas que uno puede recordar de la niñez mientras que no soy capaz de acordarme de lo que comí ayer o de si me he tomado el Sintrom.

Pero aquí no hay avecillas. «Matómela un ballestero», como dijo el otro; el anónimo. Podría ver la hora en el móvil. Siempre llevo el móvil conmigo, por si acaso; por si me pasa algo. No es la primera vez que me caigo, pero lo dejé sobre la encimera del lavabo para que no se mojase mientras me duchaba. Me es imposible llegar hasta él para pedir ayuda; ni para ver la hora, lógicamente. Mi pecho es una jaula sin pájaro; una jaula con los barrotes herrumbrosos y torcidos. Mis brazos son de plomo; soy un saco relleno de arena mojada, de harina mojada; mi corazón late con la debilidad de una pelusa; de esas pelusas que viven en la penumbra, debajo de la cama o detrás del sofá, y que son como espectros de pequeños mamíferos. Si recuperase un poco de fuerza, intentaría acercar el móvil con la barra de la cortina, aunque lo haga caer. Es duro; uno de esos móviles sencillos y sin pantalla táctil que siguen fabricando para los viejos; para los… ¿cómo nos llaman? Los «analfabetos digitales». No creo que se rompa si se cae. MacGyver; de eso también me acuerdo; años ochenta o noventa. Él habría sabido llegar al teléfono usando lo que tuviese a mano.

Yo me paseaba por ahí del brazo de la colombiana; como un gallito; para que todos me viesen. «Miradme: trabaja para mí; me la puedo pagar; es mi chófer; es mi asistenta, mi cocinera, mi cuidadora, y es joven y bonita; y exótica, y nos sentamos en las terrazas y la invito a cervezas». Y era yo quien le abría a ella las puertas de los bares, a pesar de que ella cobraba por ayudarme a mí. ¿Verdad que soy patético?

Cerveza. Tengo mucha sed; no sé cuánto tiempo llevo sin beber. La lengua se me adhiere al paladar. Pruebo a decir palabras en voz alta —«avecilla», «teléfono», «una caña»—, pero las letras me salen adheridas entre sí, pastosas, como pronunciadas con voz de beodo. Podría intentar abrir el grifo que queda por la parte de mis pies; alcanzar el chorro haciendo cuenco con una mano y beber, pero temo que si no soy capaz de cerrarlo enseguida, me moje entero y el frío empeore las cosas o acabe conmigo.

Los ojos se me cierran. Oigo risas en mi duermevela. Mi mujer se ríe de mí; siempre lo ha hecho. Cada vez que algo me sale mal, oigo su risa despectiva. Se sigue riendo de mí mientras pego una cabezada aquí en la bañera, contra el esmalte gélido y liso como si fuese el vaciado o el molde de un pequeño iceberg domesticado. Su risa me despierta. Después me espabilo y me acuerdo de que mi mujer lleva treinta años muerta, pero aun muerta, se sigue riendo de mí cada vez que se le presenta la ocasión, y me dice que cuidadito con la colombiana; que son todas unas arpías, y que a mí siempre me han engatusado las mujeres; que soy un simple y que va a acabar por sacarme la pasta.

No puedo retener la orina, que se desliza bajo mis piernas mientras mi mujer me mira entre asqueada y burlona, y mueve la cabeza en señal reprobatoria. El rictus de su boca de araña lo dice todo; mi mujer murió, ya lo he dicho, pero ha seguido envejeciendo al mismo ritmo que yo después de muerta. Sé que el calor de la orina es traicionero; que a los pocos minutos se convertirá en una humedad fría y pegajosa de vapores acres. Mi sexo es un caracol; un pequeño molusco que no sabe dónde esconderse. Ya ni me acuerdo de la última vez que me empalmé.

Noventa y tres años y aquí estoy. Con lo que yo he sido. Aquí estoy como un muñeco gastado, como un aparato obsoleto y sin pilas que los jóvenes no han visto nunca y cuya utilidad ignoran. Sentado sobre mis propios orines, humillado ante nadie, temblando de frío y tapado con una cortina de plástico; sin saber si estoy vivo o muerto ni en qué día de la semana estamos —como si eso tuviese alguna importancia—, ni si alguien me va a encontrar.

Digo: «ayuda»; digo: «ballestero». Digo: «cerveza», «cortina», «MacGyver». «¿Hay alguien ahí?», digo amasando la lengua. «Una caña muy fría». No hay nadie. Soy una cucaracha que ha caído patas arriba; un muerto viviente que recuerda poemas.

La naturaleza humana es tan perversa que antes de que uno pierda la vida, ya ha perdido la dignidad; la que ha ido cultivando durante tantos años. Todo el respeto que uno ha ido atesorando es igual que el agua que uno intenta retener en el cuenco de una mano inestable: se escapa entre los dedos. Buena idea. Intento coger agua con la mano y compruebo que se me va en segundos, igual que se me fue yendo el orgullo. Me lamo los dedos como un gato viejo, y ahora estoy mojado, sigo teniendo sed y además tengo frío.

Duermo a ratos; se está mejor durmiendo. No hay color. Me acurruco bajo la cortina de plástico blanco con estampados marinos.

«Yo, que tantos hombres he sido…». Abro los ojos. ¿Cómo era aquello? Es un verso de un poema de Borges. Es igual; no importa lo que uno haya sido durante sus mejores años: un empresario de éxito, un ministro, un catedrático, un hombre de la cultura, alguien respetado… Al final no somos más que desechos, pellejos humanos que estorban y que todo el mundo quiere ver desaparecer. La decrepitud es la verdadera democracia; a todos nos iguala.

¡Ah, sí!… Matilde Urbach…

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca

aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

¿Quién demonios sería aquella Matilde Urbach?

Soy capaz de recordar poemas pero no soy capaz de llegar al teléfono con la barra de la cortina; mi cuerpo no quiere. La barra es de plástico hueco y no debería pesar, pero me pesa como si fuese de tungsteno; el tungsteno pesa casi el doble que el plomo; de eso también me acuerdo. Me acuerdo de muchas cosas inútiles.

MacGyver tampoco habría llegado a ninguna parte recitando poemas antiguos; poemas inútiles.

Los minutos se estiran; parecen horas o son las horas las que parecen minutos; el tiempo ha dejado de tener escala, es de una continuidad congelada. A veces me quedo dormido, y cuando me despierto no sé dónde estoy hasta que oigo la risa de mi mujer burlándose de mi torpeza; llamándome «pusilánime»; llamándome «zascandil»; preguntándome quién es esa Matilde «nosequé»; que si es alemana, y advirtiéndome que cuidadito con las alemanas.

Dejo los ojos cerrados. ¿Para qué abrirlos?

«Agua», digo.

«MacGyver», «tungsteno».

«Dele Dios mal galardón», digo con voz viscosa; con voz beoda.

Mi mujer se ríe de mi situación. Sus párpados entornados, autosuficientes. Mueve la cabeza; desaprueba.

«En cuyo abrazo desfallecía…», susurro.

«Matilde».

«Urbach».

Este cuento ganó en 2024 el VII Certamen de Relato Corto Escritor Domingo Manfredi Cano.