lo que saben las moscas

Lo que saben las moscas

Las moscas; las moscas sí que saben.

En algunos pueblos de Andalucía hay una hora, a media tarde,  durante la cual las moscas se reúnen en contubernio, dibujan remolinos en el aire y observan a los humanos.

Cada tarde, a esa misma hora, el quinto viejo entraba en la tasca de Crisanto y se acodaba en el mostrador; telepáticamente pedía su carajillo y aguardaba.

Como a los demás habituales, le servían el café por un lado y le dejaban la botella de aguardiente de orujo para que lo aliñase al gusto.

Poco más tarde, con el carajillo ya mediado, llegaban los otros cuatro; lo hacían juntos. Al entrar acababan súbitamente sus bromas, saludaban a Crisanto con alegría y al quinto viejo con cuatro gruñidos silenciosos. Luego ocupaban la mesa —siempre la misma— y uno de ellos recogía el dominó que Crisanto sacaba de detrás del mostrador.

Durante la hora que duraba el juego, el universo ralentizaba su expansión. Aquel fenómeno cósmico comenzaba cuando el primer seis doble golpeaba la tabla, bruñida ya y de un pardo antiguo: muchas habían sido las partidas y muchas las botellas, las risas, y algunas las desavenencias.

Parecía que las moscas intuyesen algo. Uno nunca sabe a ciencia cierta lo que piensan las moscas de taberna, aunque es seguro que saben más de lo que muestran.

El sol, entonces, se fundía con el polvo de fuera. El aire dejaba de correr y el pueblo entero esperaba a que acabasen. Los pocos comercios estaban aún cerrados, y las mujeres permanecían ocultas tras las contraventanas esperando la deliciosa lágrima diaria que les concedía la radionovela. Los que tenían edad de trabajar estaban en los campos, y solo los jubilados y las moscas eran los dueños de aquella hora. El único ruido era el de las fichas martilleando el tablero y el de las cuatro risas golpeando sobre el alma arrinconada y reseca del quinto viejo. Tal vez algún perro ajeno a todo aquello cruzaba la calle de albero buscando algo sin demasiado entusiasmo.

El quinto viejo apretaba entonces las mandíbulas y se echaba en la taza, vacía ya de café, otra cuota de aguardiente. Crisanto lo miraba intranquilo, restregando un trapo innecesario sobre la barra. El segundo era el trago que limpia la taza de los restos de azúcar, pero que no llega a limpiar el alma de los resquemores del desaire.

Las moscas revoloteaban dando vueltas en el centro, dibujando una y otra vez un torbellino mínimo, mil veces repetido, desdibujado y vuelto a trazar; testimoniando con el zumbido de sus alas la tensión que se liberaba en la tasca; como si estuviesen redactando un atestado.

Habían sido de la misma quinta los cinco viejos; fueron reclutados juntos para servir en Melilla dos años completos. Antes de eso fueron inseparables; habían vendimiado codo con codo por el mismo salario miserable y sembrado año tras año hasta hartarse; un año trigo y al otro girasol, para que no se agostasen las tierras del señorito. Se habían asado juntos bajo el mismo sol, y la misma lluvia había calado sus espinazos. Habían tenido las mismas novias y en alguna ocasión se habían partido la cara como solo saben hacerlo los grandes amigos. Pero, desde los años de Melilla, nunca habían compartido un dominó con el quinto viejo. Y eso que el quinto viejo siempre fue buen jugador.

A pesar de estar de espaldas, los veía bien a través del espejo, entre las botellas de anís y las de brandy. A través del espejo había tenido tiempo de aprender cada gesto, de memorizar cada mueca, cada arruga. Cuando alguno de los cuatro faltaba a la partida, se sentaba de medio lado y esperaba, pero siempre preferían los otros tres dejar la cuarta silla vacía y, si les faltaba uno para la partida, optaban por sacar la baraja. Cualquier cosa antes que compartir con el quinto viejo.

Cada broma y cada celebración se le clavaba en la espalda como una pequeña saeta emponzoñada, y su veneno se filtraba en un laberinto de arterias y de venas, ramificándose en raíces cancerosas de rencor que cuajaban y se instalaban hasta en el más recóndito centímetro de su trasnochado cuerpo.

No tenían motivo para el desprecio ni era una cuestión de clases: todos eran igual de pobres. Todos en el pueblo eran iguales menos el señorito don Marcelino, el jefe de todos, el dueño de las cuadrillas y de las fincas, de los cortijos, de las yuntas, de las bodegas, del tentadero, de los silos, de la era, de la almazara, del ayuntamiento y hasta del cuartelillo.

No era su culpa si don Marcelino lo había elegido a él como capataz al volver del servicio. Algún favor le debía a su padre y de esa forma envenenada se lo pagó: convirtiéndolo en su mano derecha. Le tocó a él como pudo haberle tocado a cualquier otro. Todos saben que de haberse negado, habría tenido que abandonar el pueblo; nadie le decía que no a don Marcelino. Pero de eso hacía ya muchos años; ya todos eran demasiado viejos para el campo y eran sus hijos los que trabajaban para el señorito joven, el hijo de don Marcelino. Eran ellos los que se levantaban cada mañana a las cinco para tener la sementera adelantada antes del peso del sol.

Cada tarde, cuando después del aguardiente era la rabia la que ardía en su garganta, el quinto viejo se levantaba de su banco con los puños apretados como sarmientos y salía muy despacio de la taberna tras bufar una despedida sin mirar a nadie. Desde la calle escuchaba otra risa y sabía que era para él. Cada tarde, su corazón se cuarteaba con una nueva rajadura de bordes incisivos, como los terrones de los campos resecos que se repetían hasta el horizonte.

Crisanto restregaba su trapo sobre la ausencia del rincón de mostrador que ocupaba el quinto viejo y movía la cabeza pensando que aquello no tenía arreglo, y las moscas, que sí sabían, continuaban su caligrafía del desasosiego.

Solo tenía que cruzar la calle para estar de nuevo en su casa.

La mujer del quinto viejo, al verlo atravesar la puerta con la quijada tensa y la bilis en la mirada, le decía que no fuese más por la tasca; que algo debía de tener el orujo de Crisanto, decía, para que le dejara tan mala sangre; pero el quinto viejo la hacía callar: qué sabría ella.

El quinto viejo siempre volvía a la cantina a la hora del dominó, y cada día su rencor se curtía más. Él nunca había hecho daño a nadie. Solo cumplió con su trabajo todos aquellos años y miraba por que los demás cumpliesen. Ya les advirtió que aquello del sindicato no era asunto que cuadrase con aquel pueblo y con el carácter de un señorito como don Marcelino, que tan bien lo había tenido siempre con todo el mundo: con los alcaldes del pueblo que ponía y quitaba a su antojo desde tiempos de la posguerra, con los señoritos importantes de Sevilla, con el clero… De sobra sabían que si alguno no trabajaba como se esperaba de ellos tenía que hacérselo saber al señorito para que pusiese orden; estaba en su cargo. Ya les advirtió que si el señorito tomaba más de la cuenta el día de la verbena y se arrimaba a alguna hembra que les gustaba, más les valía mirar hacia otro lado, esperar y callar. Él era de los suyos; no merecía el desaire de una muerte civil; de un destierro dentro del pueblo.

Pero hasta las moscas saben que todo tiene un límite. La idea se le instaló en la cabeza hacía ya dos o tres cosechas. No lo hizo antes porque sabía que tendría que elegir; que solo tendría dos cartuchos.

Aquella tarde limpió la taza tres veces hasta que Crisanto, que intuía algo, le retiró la botella. Entonces lo tuvo claro. Uno sería para el primero que se pusiese en pie, que un hombre —y más si un día había sido amigo— no ha de morir sentado. El segundo ya se vería. Llevaría más cartuchos en los bolsillos, aunque sabía que ya no tendría reflejos para volver a cargarla.

Salió sin despedirse de nadie; fue la primera vez que ni siquiera amagaba un gruñido a modo de saludo, y los cuatro jugadores se miraron entre sí extrañados, y miraron a Crisanto.

Las moscas fueron las primeras en darse cuenta; deshicieron el nudo de aire y salieron a la calle.

El quinto viejo solo tardó dos minutos en cruzar la calle y volver con la escopeta.

                           

Este cuento ganó en 2021 el XXII Certamen Literario «Villa de Mendavia».